Mi embarazo fue muy deseado. En general, todo fue bien y sin apenas síntomas hasta que, estando de 27 semanas, me diagnosticaron un CIR, un crecimiento intrauterino retardado precoz. Eso derivó en un seguimiento en monitores cada una o dos semanas, y me avisaron de que era probable que el parto tuviera que provocarse si se encontraba alguna anomalía, pero que intentarían esperar hasta la semana 37. Durante todas esas semanas, los controles salieron bien, mi pequeño tenía mucha fuerza. Pero cuando llegó la semana 36, mis esperanzas de tener un parto natural se desvanecieron. Me programaron la inducción del parto justo para cuando cumplía 37 semanas, por una disminución del líquido amniótico y para evitar riesgos mayores.
Cuando ingresé, sabía que había alto riesgo de tener una cesárea. Pero tenía la esperanza de que el parto fuera vaginal y de que, en caso de cesárea, me dejarían estar con el bebé. Cuando me pusieron el monitor, me dijeron que intentara descansar, pero yo solo quería estar pendiente del latido de mi bebé y no perderlo ni un momento. Durante la maduración del cuello uterino con prostaglandinas, se vio que el bebé sufría bajadas de su ritmo cardíaco. La primera vez que me cambié de postura en la camilla, sucedió. De repente, la habitación se llenó de personal médico que me revisó los electrodos hasta que volvió a recuperar el latido del bebé. Seguimos adelante con el proceso. Pero la siguiente vez que quise moverme, ya notando las contracciones un poco más fuertes, volvió a verse una disminución en el latido del bebé, por lo que la habitación volvió a llenarse de personas actuando rápidamente para estabilizar al bebé. En ese clima de tensión, mi miedo crecía. Confiaba plenamente en el personal médico y sabía que si entraban de esa manera era porque no había más remedio. Me quitaron la medicación e intentaron parar las contracciones, pero el latido del bebé seguía siendo bajo y rápidamente se movilizaron para hacerme una cesárea urgente. No había tiempo para ponerme una epidural, tenían que dormirme.Y ahí recuerdo todo como una película. Yo estaba aterrorizada, jamás me habían puesto una anestesia general y por supuesto estaba el miedo a perder a mi bebé. Todo sucedió en cuestión de minutos, y mientras me llevaban a quirófano y me ponían la anestesia, cerraba los ojos mientras le decía a mi bebé mentalmente que fuera fuerte y que aguantara, que pronto estaríamos juntos…
Mi niño nació finalmente sano y fuerte, hizo el piel con piel con su padre. Yo tuve una pequeña hemorragia pero todo salió bien. Me desperté en reanimación preguntando dónde estaba mi hijo, muy angustiada… El personal que estaba por allí me dijo que intentara dormir un poco, que el niño estaba con el papá y que estaba bien. ¿Pero cómo iba a dormir en aquella sala, sin ver a mi bebé y cerca de otro/a paciente que no paraba de roncar? Al rato me preguntaron que si quería ir a planta y les dije que sí, que por supuesto. Aún estaba bajo los efectos de la anestesia.
Cuando lo vi me enamoré al instante, ¿cómo no? Hasta las enfermeras decían que era una monada. Los días en el hospital pasaron rápido. El niño se enganchó al pecho perfectamente, y recibí mucha ayuda para establecer bien la lactancia. No tuvimos ninguna queja del trato recibido. En general, nos trataron con mucho cariño durante nuestra estancia. Pero yo, a pesar de estar muy feliz de estar los tres juntos, lloraba en ocasiones al recordar el parto. Sabía que la cesárea es necesaria en ocasiones y que tenía mucha suerte de estar en tan buenas manos. Sin embargo, el miedo que había pasado me hacía sentirme mal. El niño nació con 2070 gramos. Perdió algo de peso al nacer, pero rápidamente lo recuperó y eso permitió que nos dieran el alta sin necesidad de ingresarlo en neonatología. Solamente tendríamos que llevarle al control de peso unos días para ver que todo iba bien.
Las primeras semanas pasaron bien, demasiado bien… a pesar del cansancio por descansar poco, yo tenía mucha energía. Me sentía con ganas de hacer muchas cosas, hablaba sin parar con amigos y familiares a través del móvil. En cada toma de pecho cogía el móvil y veía series o alguna película, o me dedicaba a escribir a la gente. Ya durante el embarazo, estaba más irritable de lo normal, y lo mismo ocurrió tras el parto. Discutía más con los demás por tonterías que para mí parecían mucho más importantes. Cuando me decían que estaba demasiado ‘hormonada’, me sentaba fatal, me sentía muy incomprendida e incluso, sola. Mi marido me dijo en un momento dado que estaba demasiado enganchada al móvil y a las redes sociales. Lo primero que hice fue ponerme a la defensiva, diciendo que necesitaba estar conectada con mi seres queridos. Luego lo reconocí y le pedí ‘tiempo’ para mejorar esa situación.
Las primeras semanas pasaron bien, demasiado bien… a pesar del cansancio por descansar poco, yo tenía mucha energía.
Sobre la depresión posparto, había escuchado que podía ocurrir y que las consecuencias podían ser fatales para madre y/o el bebé. Sabía que si me empezaba a encontrar muy triste, debía pedir ayuda. Pero nunca había escuchado nada acerca de la psicosis posparto. Mi madre tiene diagnosticado trastorno bipolar, pero a pesar de ello, ni mi marido ni yo pudimos sospechar lo que me iba a ocurrir. Solamente mi hermana empezó a sospechar al verme demasiado eufórica. A pesar de ello, no avisó a mi marido de ello. Creo que ella misma no quería creerlo…Mis recuerdos de aquella época son difusos. A mi marido se le acabaron las 6 semanas obligatorias de permiso (el resto las cogería cuando acabara mi baja de maternidad), y a partir de ahí empecé a empeorar. A pesar de que mi marido trabajaba desde casa, pasaba muchas horas sola con el bebé, y empecé a tener pensamientos de que la maternidad me había ‘transformado’, de que tenía como un sexto sentido y que podía prever con antelación ciertos sucesos cotidianos. La falta de sueño, las hormonas, y quizá mi genética ya habían puesto la maquinaria en marcha. Estaba convencida de que nos iba a tocar la lotería de navidad. De repente me entraron ganas de estudiar, aún sabiendo que primero tenía que recuperarme del parto y cuidar de mi hijo. Cada vez dormía menos, estaba muy inquieta. Salía a dar paseos con el niño y mandaba audios interminables a mis amigos y familiares. Por las noches empecé a sentir miedo, como miedo a la oscuridad y a los fantasmas. De repente un día sentí como si yo fuera una elegida, una especie de Jesucristo. Acababa de cumplir 33 años y algo en mi cabeza se rompió y pensaba que yo, o alguien de mi entorno iba a morir. Mi mente me decía que ‘no podía salvar a todo el mundo’, y que de alguna manera, no podía evitar la muerte de alguien conocido. De 3 a 5 de la madrugada pensaba en ‘la hora del diablo’ y sentía que si me dormía, moriría. Al no sucederme nada, me pasaba ese rato pensando en que le ocurriría algo a mi marido o a mi hijo. Tenía mucho miedo, pero sospechaba que no podía contarle nada a mi marido para protegerle.
Las primeras semanas pasaron bien, demasiado bien… a pesar del cansancio por descansar poco, yo tenía mucha energía.
Una noche estaba tan nerviosa que le dije a mi marido que quería abandonar la lactancia. Achaqué todos esos pensamientos a un desajuste hormonal por la lactancia. Y en medio de la noche, nos acercamos a una farmacia para comprar leche de fórmula. Posteriormente, fuimos hasta en 3 ocasiones a urgencias. En la primera, acudimos después de haber intentado preparar al bebé un biberón con cacao. En el hospital, me diagnosticaron un cuadro de ansiedad en el posparto, me recetaron un antipsicótico (risperidona) y la pastilla para cortar la lactancia, y me dieron una cita con psiquiatría. A pesar de tomar la medicación, acudimos de nuevo al hospital por la tarde porque yo estaba convencida de que mis alucinaciones las estaba provocando una gripe o el covid, tenía frío y tiritaba. También pensaba que mi niño estaba enfermo. De nuevo, tras hacernos pruebas a los dos y ver que no teníamos nada infeccioso, volvimos a casa. Esa misma madrugada, seguía con delirios y alucinaciones de varios tipos, sin dormir y muy nerviosa. Casi tiro a mi gato por la ventana… menos mal que no llegué a hacerlo. Entonces, volvimos a acudir a urgencias. Finalmente, los médicos acordaron conmigo un ingreso en la unidad de psiquiatría para estabilizarme. Pasé ingresada una semana. Me dieron el alta por mi rápida mejoría y porque conseguí recuperar el sueño.
Lo que más me duele del ingreso, a pesar de que me sirvió para descansar y recuperarme, fue el separarme del niño. Eso significó una ruptura en nuestro apego que me ha costado mucho recuperar.
A partir de entonces, seguí el tratamiento con antipsicóticos. Al principio no noté efectos secundarios, pero en las siguientes semanas me notaba muy inquieta, tenía mucha ansiedad y empecé a sentirme muy vulnerable y decaída. Uno de los efectos de los antipsicóticos era el sentirme totalmente plana emocionalmente. Deseaba llorar con todas mis fuerzas, y era incapaz. Tampoco era capaz de reírme, ni siquiera viendo a mis humoristas preferidos. Pero tenía que aguantar un año con el tratamiento, por el riesgo de recaída. Alguna vez le comenté a la doctora que me encontraba muy decaída, pero al parecer, era algo normal después de sufrir una psicosis. Pensé que el separarme del bebé me ayudaría a distraerme, y una vez finalizó la baja de maternidad, me incorporé a trabajar. Ahora creo que debería haber seguido de baja, que emocionalmente no estaba preparada. La ansiedad seguía acompañándome. Trabajar y mi nueva vida como madre no ayudaron a la recuperación. No conseguía ver el lado positivo a ser madre, no entendía por qué me encontraba tan mal, tan inútil, y por qué no era capaz de amar a mi hijo como se merecía. En ocasiones pensaba que todo era un mal sueño, o que me había equivocado profundamente por haber querido ser madre. El mejor momento del día era cuando me iba a la cama. Cumplía con mis labores como madre, pero no sentía ninguna alegría por ello, no disfrutaba de la vida. Muchas veces sentí deseos de quitarme la vida, o incluso fantaseaba con que mi niño desapareciera, y así recuperar mi vida anterior, sin problemas, sin traumas.nNunca intenté hacerme daño, tenía la esperanza de que cuando pasara el tiempo y me quitaran la medicación, mejoraría.
Deseaba llorar con todas mis fuerzas, y era incapaz. Tampoco era capaz de reírme, ni siquiera viendo a mis humoristas preferidos.
Intenté hacer terapia psicológica. Hasta busqué una psicóloga perinatal e hice varias sesiones con ella, pero de alguna manera, no conectamos, no sentí ninguna mejoría, y acabé dejando la terapia. Pasaron los meses, me bajaron la medicación y tuve alguna época en la que me encontraba mejor y sí que disfrutaba del niño. Pero mi autoestima y la confianza en mí misma estaban por los suelos. Era incapaz de tomar decisiones con respecto al niño, por pequeñas que fueran, sola. No podía dormir sin medicación.
Finalmente, esa inseguridad también se reflejó en mi trabajo, costándome muchísimo gestionar el día a día. Me retiraron el tratamiento con antipsicóticos al cumplir un año del ingreso, y a pesar de ello, no me encontraba mejor. Finalmente, acabé pidiendo una baja por ansiedad. Los sentimientos depresivos se acentuaron, no veía salida. Dos semanas después de empezar la baja, sintiéndome muy deprimida y sin ver la manera de recuperarme sola, conseguí sacar fuerzas para volver a terapia, con una psicóloga que me había ayudado años antes. Me dijo que tomar antidepresivos podría ayudarme. Como no me encontraba bien, y tenía ideas de suicidio de nuevo, acudimos a urgencias, después de confesarle a una amiga y mi marido esos sentimientos. Los médicos me recetaron el antidepresivo, y desde entonces (hace 3 meses ya), sigo tomándolo.
Gracias a la terapia, el antidepresivo, el acompañamiento que he tenido por parte de mi marido, familiares y amigos (sobre todo de mi amiga enfermera psiquiátrica), he podido finalmente ver la luz y empezar a recuperarme. He conseguido restablecer el vínculo con mi hijo, reconciliarme con mi vida y con mi maternidad. Sin embargo, aún queda tiempo para poder dejar de sentirme mal por todo lo que ha pasado. Aún siento mucha pena por no haber visto nacer a mi hijo, por haber abandonado la lactancia (a pesar de que necesitaba descansar mucho para recuperarme), y por haber pasado un año entero ‘sobreviviendo’, sin ser capaz de disfrutar de la maternidad.
Siento que se tiene que hablar más de salud mental, sobre todo de salud mental en el embarazo y posparto. Espero que poco a poco, mejore la asistencia en estos casos y que abran unidades madre-bebé en los hospitales públicos españoles. Espero que mi testimonio ayude a otras personas (mamás y acompañantes) a no sentirse solas en este camino tan duro.